domingo, 28 de febrero de 2010

Una vez viajé en colectivo.

Hoy fui a trabajar. Como siempre, sumergido en la rutina, al igual que todo ser humano (¡menos aquellos dichosos que logran evadirla!). Un día común y corriente, chato, gris, sin estímulos. Llegué a la parada del colectivo, y sufrí, solamente de pensar que me esperaba una hora y media de viaje. Pero, así es la vida del laburante. No hay más remedio que encontrarle el sabor a la rutina, para no sentirnos agobiados por ella, y poder burlarnos en su cara.
Me tomé el 67 como siempre, y partí hacia el trabajo. Agradezco al dueño de la linea todos los días, por haber ubicado la terminal tan cercana a mi casa. Siempre viajo sentado. De vez en cuando, acomodandome bien para no pasar vergüenza, le saco ventaja al sueño. Los asientos no son de lo más cómodos, pero tienen su encanto. Si uno logra ubicar bien las rodillas, sin que se resbalen o sufran lesiones las rótulas, y apoya la cabeza en algún rincon del asiento, que le permita impedir una lesión cervical, se duerme bien. Pocas siestas resultan, a veces, tan restauradoras como las de un colectivo.
Siempre lo consideré como un lugar clave, que roza lo mágico e inexplicable. Digo, porque es incomprensible concebir que se pueda dormir profundamente, en un vehiculo que sufre constantes movimientos bruscos, que nos levantan de nuestro asiento, o provocan contusiones craneales contra las ventanas o, peor, manijas de ventanillas. Si las habré sufrido gracias a mi cuello, flexible pero traicionero. Pero igualmente, el motor del colectivo se encarga de arrullarnos para que podamos conciliar el sueño rápidamente, mientras que el hombro de nuestro compañero provisorio de asiento, en ocasiones, nos proporciona una excelente almohada.
Pero lo que me resulta extraordinario es, que el descanso nos suele cambiar el humor, de formas distintas. A veces, por sentir que el tiempo no pasó, o que hubo un salto espacio-temporal que nos situó, en un instante, del otro lado de la ciudad, y a pocos minutos de llegar a destino. Otra veces, nos hace disfrutar de ganarle al cansancio y tomar ventaja en la carrera eterna a la que nos desafía obligatoriamente.
Pero mi favorita es, sentir que ese tiempo muerto, rutinario y pasivo, en el cual uno no tiene más remedio que sentarse tres horas por día a esperar, se acorta considerablemente, hasta lograr que, mientras nos encontremos concientes, el tiempo transcurrido llegue a ser razonable.
De todos modos, es inevitable viajar en transporte público en la ciudad. No encuentro persona que logre llegar al microcentro en auto sin padecer, maldecir, recordar a familiares, quebrar en llanto o sufrir un ataque de ira. Simplemente resulta más provechoso, mientras vivamos en la Concrete Jungle, dejar que todo el estrés sea acumulado por una sola persona. Si, lo se, puede sonar hasta cruel para nosotros, los mortales, pero ser colectivero es una profesión que muchos llevan en la sangre.
Yo por lo pronto prefiero continuar con mi rutina sobre 6 ruedas, mientras conserve aún la cordura y me resulte más relajante. Porque cada vez que me atrevo a comparar la comodidad de un auto, con el padecimiento sobre un colectivo, concluyo "$1,25, por favor."

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