Hace tiempo ya, noto que la dualidad invadió y conquisto la percepción de todos nosotros. No discrimina. Se mete en todos los aspectos de nuestras vidas. ¿Cómo darse cuenta? Fácil. Porque se perdió la objetividad en la opinión. Nadie se molesta ya en evaluar, considerar otros aspectos, ubicar lo bueno y lo malo en la balanza, antes de emitir un juicio de valor. No. Hoy no tenemos tiempo. Simplemente adoptamos la costumbre de hundir la opinión ajena lo más que podamos, para que no logre desestabilizar en lo más mínimo nuestra cómoda posición. Dios no quiera que tengamos que pensar!
La última vez que comprobé, la mayoría consumimos opiniones subjetivas. La información dejó de ser explicativa, para pasar a ser inductiva. Inductiva, porque nos induce a adoptar una opinión determinada sobre un tema, sin haber hecho un análisis previo, por cuenta propia. Simplemente nos libramos a repetir, como teléfono descompuesto, lo que nos indican los medios que debemos pensar. Y no solo eso, una vez que tenemos bien arraigada la opinión, ¡la defendemos a muerte! Sin importar la edad, lugar donde uno viva, o pero aún, sin importar el tema que se discuta, nos convertimos automáticamente en opinólogos profesionales. ¿Qué importa si uno dedica su vida al estudio de determinado campo de interés, para poder finalmente emitir un juicio elaborado, con sustento en sus justificaciones? Al fin de cuentas, vendrá alguien que emitirá su opinión (que será la verdad absoluta ante sus ojos), sin bases más concretas que un chisme, una conjetura, o un suministro de información subjetiva.
Si, lo sé, no es novedad. Lo que me parece intrigante, es que en cuestiones de segundos, uno pueda cambiar su percepción respecto a un tema, modificando radicalmente su opinión y llevándola al otro extremo. Sin escalas. Es un viaje corto, sin desvíos o bifurcaciones, por un camino de doble mano. Se puede ir y volver. Se puede cambiar de opinión espontáneamente, para volver a la primera nuevamente.
Lo curioso resulta, que no haya punto intermedio. No hay un puesto en el camino, que nos haga frenar, ni un pit stop que permita tomar un respiro y mirar alrededor. Parece estar prohibido tomar una posición intermediaria o neutral respecto a un tema, sin que parezca que no nos importa en lo más mínimo. Y sin embargo, si nos encontramos en desacuerdo con otro, automáticamente pasaremos a conformar el grupo opositor. Casi vistos como milicia que lucha una guerra, desde el frente contrario.
Buenos Aires es una ciudad con mucho orgullo. Demasiado quizás. Nadie se encuentra dispuesto a ceder. ¡Y ni hablar de escuchar! No hablo sobre la simple interpretación de sonidos, sino de prestar genuina atención a lo que otro tiene para decir. Porque nuestras opiniones se basan exclusivamente en la información que nos brindan líderes de opinión, como solemos consumir en los medios, tanto gráficos, como radiales o televisivos. Pero igualmente optamos por no otorgarle la validez que merece la opinión de un par, total "no entiende nada". Pero tal vez somos nosotros los que nos equivocamos, y nuestro orgullo nos tapa los ojos, mientras seguimos caminando hacia la pared. Y todo por no escucharnos. Que paradójico resulta pensar que en la era de las comunicaciones, nos encontramos más aislados e incomunicados que nunca.
El orgullo a veces nos hace mantener una postura fantasiosa e idealista, mientras que nos aleja de la realidad. Es difícil luchar contra el orgullo. Es una pelea propia, en la que uno entra sabiendo que va a salir distinto, y magullado. Yo por lo pronto, me compre hisopos. No pienso volver a perderme una palabra más.
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