sábado, 13 de febrero de 2010

Análisis de "Nadie encendía las lámparas", de Felisberto Hernández.

Realmente recomiendo leer este cuento a todos los amantes de lo fantástico. Luego, podrán encontrar un análisis sobre lo fantástico (unheimlich)

Cuento

Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel cuento; en él había una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.

La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.

Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.

La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: "soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés".

Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada y cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: "siéntense, por favor" Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba -como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y dijo:

-Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.

Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:

-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.

Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:

-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.

Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: "Parece que te hubieran lambido las vacas." El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.

-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!

De buena gana yo le hubiera dicho: "¿Y usted?, ¿tan femenino?" Pero le pregunté:

-¿Cómo se llama?

-¿Quién?

-El señor... recalcitrante.

-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.

Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: "'¡Y qué le vamos a hacer!"

Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al "femenino" sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco. Y enseguida dijo:

-No estoy de acuerdo con ustedes.

-¿Por qué?

-...y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.

-¿Cómo?

-Se repite a largos pasos.

Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:

-Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.

Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:

-Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.

La sobrina de las viudas no se pudo contener.

-¡Jesús, pareces Blancanieves!

Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:

-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?

-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.

-Y usted, ¿no lo podría hacer?

-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.

Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.

Vino una de las tías -la que no tenía los ojos ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le dijo:

-Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.

Volví a pensar en la gallina y le contesté:

-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!

Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor -era demasiado dulce y me daba náuseas-, ella me preguntó:

-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?

Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.

-No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.

-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?

-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.

Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a la inocencia.

Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.

Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:

-Tengo que hacerle un encargo.

Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.

FIN



Análisis de lo fantástico (unheimlich)


Lo siniestro y lo fantástico en la literatura de Felisberto Hernández

La literatura contemporánea ha sufrido grandes cambios en el último siglo. Desde la aparición de modos literarios, como lo fantástico, hasta el surgimiento de lo unheimlich como forma singular de representación de los hechos. Pero para comprender la aplicación de estas características literarias en un marco teórico, es preciso realizar una breve exposición del surgimiento de los mismos.

Varios autores han definido lo fantástico por su relación con la realidad; pero es Rosemary Jackson, quien, reformulando la teoría sobre “el fantasy” de Todorov, logra concluir que éste se caracteriza por inquietar al lector, a través de la inserción de la vacilación absoluta, a través de elementos extraños y complejos, en un contexto real y conocido para los protagonistas y para el lector, generando así la imposibilidad de definir una diferencia concreta entre lo real y lo imaginario.

Legitimando lo fantástico, Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, presenta en 1919 un escrito titulado “Lo siniestro”, donde asocia este concepto, con el expuesto por Jackson y Todorov, afirmando que lo unheimlich (o lo siniestro) se presenta en el desasosiego y la incapacidad de definir los sucesos transcurridos como reales, tanto para los personajes como para el lector de la literatura fantástica. Por lo cual, logra asemejarse a lo fantástico en cuando a las sensaciones que brindan ambos en el lector. De todos modos, Freud añade una cuota de análisis psicológico a la definición que realiza sobre esta característica literaria, definiendo lo siniestro como la reaparición de algo extraño, pero a la vez familiar y conocido, reprimido a nivel de la conciencia en el desarrollo de los individuos. Es decir, que relaciona lo siniestro con las angustias y miedos originarios de la infancia; como lo son, por ejemplo, las limitaciones sexuales (“castraciones”, según Freud).

Felisberto Hernandez, nacido en Montevideo el 20 de Octubre de 1902, fue considerado, luego de su muerte, como el creador de una de las variantes más originales de género fantástico latinoamericano. Su obra “Nadie encendía las lámparas” narra a través de distintas historias, una misma situación: “la irrupción de lo inadmisible dentro de la inmutable legalidad de lo cotidiano” (S. Saítta).

Para poder comprender la obra de F. Hernandez, resulta vital referirnos al autor Hugo J. Verani, quien describe sus relatos como textos “elaborados a partir de las modalidades de la escritura fantásticas, sin apelar a elementos estrictamente fantásticos”; concluyendo que para crear relatos extraños, que logren incomodar al lector, F. Hernandez recurre al desplazamiento imaginativo de deseos reprimidos por la propia conciencia del personaje.

El cuento “Nadie encendía las lámparas” (1947), es un claro ejemplo de la variante del género fantástico propuesta por la literatura felisbertiana, ya que el protagonista en ningún momento se encuentra desconcertado por los sucesos que transcurren, sino que describirá los sucesos que el mismo observa con total naturalidad. Este efecto de realidad irreal, genera una inquietante extrañeza en el lector, provocando una fuerte inserción de la vacilación; una características propia del modo fantástico.

El protagonista se sitúa en el recuerdo de una situación particular, se encuentra narrando un cuento al atardecer, ante un grupo de personas. Mientras que intenta concentrarse en continuar con su relato, lo que ya le resulta tedioso, su imaginación y mirada se concentran sobre una mujer de cabellera ondulada y abultada, y sobre una estatua, sobre la cual vuelan varias palomas. Es importante tener en cuenta el rol que cumple la presencia de la mujer en la literatura felisbertiana, ya que ésta representa el objeto del deseo, en forma extraña, incomprensible y misteriosa. Al mismo tiempo describe a dos viudas, dueñas de la casa en la que se encuentran, concentrándose en la cara de una de ellas, para describir su extrañeza con total naturalidad (presencia de lo siniestro): “Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo instante. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie”. Luego de concluir su relato, se le presentan distintos personajes: desde la mujer, que resulta ser la sobrina de las viudas, hasta un joven con el pelo húmedo, recién peinado, al cual por su estética lo cataloga de “femenino”. El protagonista recuerda a partir de esa imagen: “Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: <>”. En este instante, se presenta una de las características principales de lo siniestro: el resurgimiento de una condición conocida y familiar, reprimida en la infancia.

La homosexualidad que identifica en el joven que se le presenta, es interpretada en un plano meramente estético, ya que en el momento en el que dialogan por primera vez, el protagonista piensa: “De buena gana yo le hubiese dicho: <<¿Y usted?, ¿tan femenino?>>”. Resulta notorio entonces, que al no haber interactuado previamente con el joven, el juicio de valor que ejerce el protagonista, es justificado únicamente por un prejuicio sexual incorporado. Él recuerda que en su propio pasado, alguna vez deseo peinarse así, es decir, ser así como lo es el joven actualmente. Pero vio su deseo (familiar y conocido) reprimido por su abuela, quien le objeta su propia voluntad infantil de ser homosexual. Este recuerdo angustia al protagonista, por recordarle inconscientemente su condición de ya-ser-otro; una característica fundamental de los relatos del autor, según el escrito “Felisberto Hernandez: Diez itinerarios interpretativos” de Guillermo García, y una de las principales causas de angustia infantil planteadas por Freud: la castración sexual. De todos modos, continuará rechazando la feminidad del personaje, y por lo tanto, su propia feminidad. Este escenario, significará para él la antesala a una crisis de ansiedad existencial, que encontrará su final guiado por la iluminación del escenario en el que transcurre el relato.

Para poder comprender el desenlace de la crisis existencial que sufre el personaje, respecto a su identidad, será indispensable analizar dos características primordiales propias del relato: el papel que cumple la iluminación, y la personificación del sujeto en una tercera persona.

Al comienzo de relato, la iluminación toma un rol muy importante para el desenlace del cuento. Pero para comprender esta función, es necesario explicar los valores que le otorgan los autores a la luz y la oscuridad. Según Freud en su desarrollo de lo siniestro, la oscuridad es una de las angustias principales de la infancia de todo individuo, ya que uno de los peores temores de los niños es a perder la visión. Ésta, a su vez, representa la falta de visión, la obscuridad de la realidad, y por ende, la indeterminación del individuo como se conoce, ya que “no se puede ver a sí mismo”. El cuento se presenta en un atardecer, cuando la luz es cálida y tenue, pero inestable, ya que su desaparición se vuelve inminente.

Por otro lado, desde un comienzo –y según la condición de Claroscuro de la identidad, de los “Diez itinerarios interpretativos” de G. García- el protagonista se identifica con el rostro de la viuda; aquel rostro que “seguiría recordando algún tiempo del pasado” y cuyos ojos “parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie”. Esa identificación del personaje sustrae su contorno crítico y vulnerable (su sexualidad), peligrando la totalidad y unidad, de la identidad del personaje. Es importante observar, como el mismo protagonista, ve con total naturalidad los sucesos extraños que interpreta a lo largo de su narración, ya que esta inserción de elementos topográficos, como la representación de la visión propia desde ojos ajenos, implican la inserción de elementos irreales y fantásticos, que por la naturalidad con la que son aceptados, se transforman en siniestros.

A su vez, resulta importante para el análisis de la literatura felisbertiana comprender el valor de los recuerdos, ya que la obsesión por éstos, cumple la función de búsqueda de la identidad propia, y consecuentemente, el cuestionamiento de la permanencia de su identidad actual. El recuerdo transforma al protagonista, según G. García, en sabedor de su angustiante condición de ya-ser-otro, haciéndolo sentir desterrado de su propia infancia.

Una vez comprendidos los roles que cumplen cada elemento del cuento, podemos observar cómo, en un principio, el personaje se identifica con la viuda, en una habitación iluminada, cuando aún considera su yo, monótono, aunque incuestionable. En este caso, la luz representa la débil, pero constante estabilidad de su identidad condicionada. Al encontrase con el personaje “femenino”, ve su yo comprometido y amenazado, por su condición natural reprimida y su voluntad oculta de ser-otro. Pero luego, en el preciso momento en el que le piden al protagonista que comience a tocar el piano (la vocación frustrada de F. Hernandez), la oscuridad invade el relato, al apagarse la tenue luz del sol, y la viuda de los ojos de vidrio ahumado, con la cual el mismo narrador se identificaba, se quiebra en llanto. Llegando así, a una invasión de la angustia en el personaje, como producto del constante cuestionamiento de la permanencia de su identidad actual.

Nadie encendía las lámparas” significa entonces, la oscuridad total en el relato, invadiendo al protagonista de una ansiedad existencial, por la indeterminación de su propia identidad, luego de un cuestionamiento individual forjado por el resurgimiento de su yo primordial. Esta inserción de las problemáticas sexuales o existenciales son aplicadas en la literatura felisbertiana en forma indirecta, caracterizado por un uso de la lingüística fantasiosa y subjetiva, que logra realizar transformaciones de los personajes en objetos, los cuales en formas metafóricas y poéticas representan las temáticas planteadas “entre líneas”. El constante viaje hacia el pasado, a través de los recuerdos, genera en los cuentos de F. Hernandez un cuestionamiento de los personajes en relación a su propia identidad, encontrándose frecuentemente, en las descripciones propias del relato. De esta forma, podemos concluir que los relatos de Felisberto Hernandez disponen de abundantes elementos de análisis, tanto fantásticos, como psicoanalíticos, y seguramente, ante un nuevo análisis más abarcativo, podremos encontrar muchas interpretaciones más.

Bibliografía

• Guillermo García (2002) Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense Madrid. http://www.ucm.es/info/especulo/numero22.felisber.html

• Hugo J. Verani. “Felisberto Hernández: La inquietante extrañeza de lo cotidiano.” México DF. Cuadernos Americanos nº3 (14) 1989 pp 56-76

• Saítta, Silvia, “Acordes de la memoria”, para La Nación, Buenos Aires, 23 de octubre, 2002.

• Sigmund Freud en Obras Completas, en Freud Total 1.0 (versión electrónica).

• Felisberto Hernández. “Nadie encendía las lámparas”. Nadie encendía las lámparas. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1947.



2 comentarios:

Pampa dijo...

Chorro, eso es de mi co-autoría =P

Jaja. El otro día me acordé del famoso Unheimlich. Estaba viendo una peli de Buñuel y tiene mucho simbolísmo con Freud. Muy groso!

Anónimo dijo...

Cuales son los personajes