sábado, 3 de abril de 2010
Contracara política.
Pero esta falencia no es propia únicamente de los gobernantes, como si se tratara de una deformación de estructuras psicológicas que padecen los estudiantes de abogacia o ciencias políticas, sino también del pueblo que los sustentan. El pueblo ha demostrado con el tiempo su posición dualista respecto a cualquier tema que admita una opinión pública abierta.
Si nos cuestionamos el origen de la opinión política, es decir, la variable política de la opinión publica, inferimos directamente sobre los lideres de opinión que se presentan periódicamente (o diariamente) en los medios de comunicación masiva que consumimos.
No existe otra fuente de información mas certera y legitima, que provea a las masas de noticias respecto a la economía, la política o la sociedad, que los medios. Entonces, ¿cómo podemos interpretar que cualquier conocido, sin importar su formación cultural, formule una opinión política partidista sin comprender realmente el funcionamiento del contexto macro-económico, socio-político e institucional de la nación?
Muy fácil. La repetición análoga implica un ahorro de energías sustancialmente mayor que el que requiere el análisis y comprensión responsable de la información que se consume.
Esa repetición, tan colectiva como carente de criterio individual, surge como consecuencia de una estructura educativa nacional deficiente, ya que durante los años de formación, la relación fomentada entre profesores y estudiantes impide el cuestionamiento del conocimiento o, peor aún, la pluralidad de voces. La única verdad válida es la que nos enseñan en clase, y en caso de osar cuestionarla, estaremos equivocados, habremos fallado, reprobado, o en el peor de los casos, nos veremos obligados a repetir el mismo escenario, debiendo nuevamente aceptar los hechos sin cuestionarlos.
Esta modalidad de enseñanza, retrógrada para la época que vivimos, induce a la repetición sin procesamiento de la información, impidiendo la formación de conocimiento objetivo.
Pero si al finalizar nuestros estudios nos encontráramos libres de restricciones para fomentar nuestro razonamiento individual, resultaría más sencilla la solución a este dilema. En realidad, nos encontramos con un inconveniente de mayor magnitud. La constante exposición a los medios de comunicación, desde temprana edad, nos estructura psicológicamente a comprender la informacion que nos es brindada, como verídica, sin cuestionarnos su propósito o potencial falsedad.
El periodismo siempre fue considerado como una disciplina de objetividad natural y de ejercicio de la denuncia y la exposición de las injusticias que acongojan a la sociedad. El periodismo de investigación condicionado en prime-time lo legitima y afianza su credibilidad. El principal problema de esta falta de objetividad en el suministro de la información radica en la prohibición inductiva a los espectadores para formar una opinión, luego de haber contemplado una visión plural. Esto es, por la ausencia de voces objetivas, o bien, por la ausencia de voces en sí.
La dualidad jamás generó progreso, porque implica miedo, rechazo e intolerancia a lo "no propio". No se busca la aproximación o el consenso, sino la imposición. Es por ese motivo, entre otros cuantos, el motivo de la ausencia de políticas de estado, o de co-participación de partidos políticos para la generación de proyectos en conjunto. No solo resulta una problemática institucional, sino que hasta invade la vida privada de los ciudadanos. "El que no esta de acuerdo conmigo, esta equivocado", suele ser nuestro razonamiento inconsciente. Ni a favor, ni en contra. No existen las verdades absolutas, solo las provisorias. Un compañero de trabajo no se vuelve un enemigo por argumentar en contra de nuestros razonamientos.
La opinión pública se ha convertido en un poder destructor de instituciones, tan esquizofrénico y bipolar, que resulta tan impredecible como irracional. La actualidad política es la mejor prueba de ello. El mejor consuelo a este problema es la ilusión de evolución humana. Tarde o temprano llega. Llega, ¡¿no?!
domingo, 28 de febrero de 2010
Hoy viaje en Subte.
Una vez viajé en colectivo.
Me tomé el 67 como siempre, y partí hacia el trabajo. Agradezco al dueño de la linea todos los días, por haber ubicado la terminal tan cercana a mi casa. Siempre viajo sentado. De vez en cuando, acomodandome bien para no pasar vergüenza, le saco ventaja al sueño. Los asientos no son de lo más cómodos, pero tienen su encanto. Si uno logra ubicar bien las rodillas, sin que se resbalen o sufran lesiones las rótulas, y apoya la cabeza en algún rincon del asiento, que le permita impedir una lesión cervical, se duerme bien. Pocas siestas resultan, a veces, tan restauradoras como las de un colectivo.
Siempre lo consideré como un lugar clave, que roza lo mágico e inexplicable. Digo, porque es incomprensible concebir que se pueda dormir profundamente, en un vehiculo que sufre constantes movimientos bruscos, que nos levantan de nuestro asiento, o provocan contusiones craneales contra las ventanas o, peor, manijas de ventanillas. Si las habré sufrido gracias a mi cuello, flexible pero traicionero. Pero igualmente, el motor del colectivo se encarga de arrullarnos para que podamos conciliar el sueño rápidamente, mientras que el hombro de nuestro compañero provisorio de asiento, en ocasiones, nos proporciona una excelente almohada.
Pero lo que me resulta extraordinario es, que el descanso nos suele cambiar el humor, de formas distintas. A veces, por sentir que el tiempo no pasó, o que hubo un salto espacio-temporal que nos situó, en un instante, del otro lado de la ciudad, y a pocos minutos de llegar a destino. Otra veces, nos hace disfrutar de ganarle al cansancio y tomar ventaja en la carrera eterna a la que nos desafía obligatoriamente.
Pero mi favorita es, sentir que ese tiempo muerto, rutinario y pasivo, en el cual uno no tiene más remedio que sentarse tres horas por día a esperar, se acorta considerablemente, hasta lograr que, mientras nos encontremos concientes, el tiempo transcurrido llegue a ser razonable.
De todos modos, es inevitable viajar en transporte público en la ciudad. No encuentro persona que logre llegar al microcentro en auto sin padecer, maldecir, recordar a familiares, quebrar en llanto o sufrir un ataque de ira. Simplemente resulta más provechoso, mientras vivamos en la Concrete Jungle, dejar que todo el estrés sea acumulado por una sola persona. Si, lo se, puede sonar hasta cruel para nosotros, los mortales, pero ser colectivero es una profesión que muchos llevan en la sangre.
Yo por lo pronto prefiero continuar con mi rutina sobre 6 ruedas, mientras conserve aún la cordura y me resulte más relajante. Porque cada vez que me atrevo a comparar la comodidad de un auto, con el padecimiento sobre un colectivo, concluyo "$1,25, por favor."
Déjà vu
Esta vez me aventuré a pensar. ¿Qué podrá haber hecho que sintiera, estando en mi trabajo hablando sobre una garantía, que haya vivido un Déjà vu? Y ahí me di cuenta. No es un Déjà vu, es la rutina. Es la sensación de volver a vivir un momento, por más fugaz que sea, que es casi idéntico, a otro momento que ya hemos vivido. Si, lo sé, resulta más placentero considerarlo como algo místico, tan particular de un Déjà vu, pero seamos sinceros con nosotros mismos por una vez, se trata de la rutina, gris, monótona e intrascendental.
Tomar conciencia de como nos llega a afectar la rutina, me logró hacer pensar (tampoco es muy dificil lograrlo) que nos encontramos cada día más y más sumergidos en la automatización de nuestras acciones. No solo le bastó al mundo con inventar robots y tecnología, sino que ahora nos transformamos en una herramienta más a su servicio. Triste, pero real.
La civilización necesita producir y reproducirse para desarrollarse y crecer. Bien, perfecto. ¿A qué costo? Nuestras vidas son propias, no son de la sociedad. Si bien las personas nos hacen quienes somos, no vivimos para el resto, sino para nosotros mismos. Nadie más que nosotros disfruta o padece nuestra existencia. Y fuimos nosotros mismos, los que logramos llegar a este punto, casi sin retorno. Donde la realidad se terminó transformando en monotonía y escapamos de ella en forma fugaz, esporádica, o en algunos casos, resumida en 15 días de supuesta libertad.
No pretendo crear una revolución (del tipo que fuese) desde mi escritorio. Sería utópico e iluso de mi parte. Simplemente quise compartir con quien llegue a leer esto, la necesidad que tenemos, de disfrutar la vida un poco más. Sin irnos de nuestros cabales, tratar de hacer de nuestro entorno, tanto laboral como familiar, un lugar más dinámico, atractivo y entretenido. Hoy me toca cocinar. Y en vez de las genéricas milanesas de pollo congladas, los voy a invitar a comer afuera. Ni se lo imaginan.
Mi verdad, la absoluta.
La última vez que comprobé, la mayoría consumimos opiniones subjetivas. La información dejó de ser explicativa, para pasar a ser inductiva. Inductiva, porque nos induce a adoptar una opinión determinada sobre un tema, sin haber hecho un análisis previo, por cuenta propia. Simplemente nos libramos a repetir, como teléfono descompuesto, lo que nos indican los medios que debemos pensar. Y no solo eso, una vez que tenemos bien arraigada la opinión, ¡la defendemos a muerte! Sin importar la edad, lugar donde uno viva, o pero aún, sin importar el tema que se discuta, nos convertimos automáticamente en opinólogos profesionales. ¿Qué importa si uno dedica su vida al estudio de determinado campo de interés, para poder finalmente emitir un juicio elaborado, con sustento en sus justificaciones? Al fin de cuentas, vendrá alguien que emitirá su opinión (que será la verdad absoluta ante sus ojos), sin bases más concretas que un chisme, una conjetura, o un suministro de información subjetiva.
Si, lo sé, no es novedad. Lo que me parece intrigante, es que en cuestiones de segundos, uno pueda cambiar su percepción respecto a un tema, modificando radicalmente su opinión y llevándola al otro extremo. Sin escalas. Es un viaje corto, sin desvíos o bifurcaciones, por un camino de doble mano. Se puede ir y volver. Se puede cambiar de opinión espontáneamente, para volver a la primera nuevamente.
Lo curioso resulta, que no haya punto intermedio. No hay un puesto en el camino, que nos haga frenar, ni un pit stop que permita tomar un respiro y mirar alrededor. Parece estar prohibido tomar una posición intermediaria o neutral respecto a un tema, sin que parezca que no nos importa en lo más mínimo. Y sin embargo, si nos encontramos en desacuerdo con otro, automáticamente pasaremos a conformar el grupo opositor. Casi vistos como milicia que lucha una guerra, desde el frente contrario.
Buenos Aires es una ciudad con mucho orgullo. Demasiado quizás. Nadie se encuentra dispuesto a ceder. ¡Y ni hablar de escuchar! No hablo sobre la simple interpretación de sonidos, sino de prestar genuina atención a lo que otro tiene para decir. Porque nuestras opiniones se basan exclusivamente en la información que nos brindan líderes de opinión, como solemos consumir en los medios, tanto gráficos, como radiales o televisivos. Pero igualmente optamos por no otorgarle la validez que merece la opinión de un par, total "no entiende nada". Pero tal vez somos nosotros los que nos equivocamos, y nuestro orgullo nos tapa los ojos, mientras seguimos caminando hacia la pared. Y todo por no escucharnos. Que paradójico resulta pensar que en la era de las comunicaciones, nos encontramos más aislados e incomunicados que nunca.
El orgullo a veces nos hace mantener una postura fantasiosa e idealista, mientras que nos aleja de la realidad. Es difícil luchar contra el orgullo. Es una pelea propia, en la que uno entra sabiendo que va a salir distinto, y magullado. Yo por lo pronto, me compre hisopos. No pienso volver a perderme una palabra más.
Llegó el verano.
Las ciudades colapsan su capacidad de carga. Los medios se llenan del festín mediático y notas de color que nos provee la escasez de ropa de la temporada. Se asemeja al "País del nunca jamás", donde todos nos comportamos como niños. Niños, en algunos casos, barbudos, donde quiera que uno vaya.
Todos regocijándose en el metro cuadrado de arena que, tras batallar, logran conquistar. No importa si esta lleno de vidrios, bolsas o colillas de cigarrillos, "estaba así cuando llegamos". Y sin embargo, no hacemos nada por mejorarlo. Sino que contribuimos al paisaje arrojando más basura. Hasta el punto de contaminar lugares, que algún día pudieron dejarnos boquiabiertos.
No nos alcanza con poder disfrutar de cientos de locaciones distintas, que brindan sus servicios y ceden sus paisajes para que, los que vivimos enterrados entre edificios, tránsito y adoquines, podamos disfrutarlas.
Comprendí que lo que nos sucede, es que imponemos nuestra voluntad sobre el derecho de otros. ¿Acaso somos más valiosos? Ni más, ni menos. Somos humanos, todos por igual. Sorprende pensar que siendo, supuestamente, la especie más evolucionada, nos hayamos olvidado de evolucionar en uno de los aspectos más importantes y decisivos para la convivencia. El respeto.
Respetar implica una connotación. muy amplia. Ceder, poder sustraernos de nuestra propia perspectiva. Pero a mi entender, el respeto implica conciencia. Porque sin conciencia, no tendríamos límites. No me refiero a los limites que nos son impuestos, sino a los que nos establecemos a nosotros mismos. Porque la conciencia los marca. Nos dice "hasta acá llegaste" Y esos limites, se están perdiendo. ¿Por qué? Fácil. Porque estamos perdidos en nosotros mismos. Nos miramos tanto tiempo el ombligo, que perdemos la noción de su profundidad. En algunos casos, creyéndolo infinito.
No levantamos la cabeza. Un poco por culpa nuestra, porque somos los que perpetuamos este comportamiento. Pero otro poco de culpa la tienen los medios. Nos pasamos horas y horas frente a la caja boba. Creo que, si calculáramos proporcionalmente el tiempo que pasamos despiertos, pero estáticos, frente a la televisión, en algunos casos, llegan a ser veinte años. Veinte años de nuestra fugaz y efímera vida, desperdiciados totalmente. Quiero creer que nadie, en su lecho de muerte, recordará alguna serie de televisión, o una escena de película. Compadezco al que lo haga.
Los medios nos hacen creer que somos únicos, que vivimos aislados del resto, para incorporarnos a la colectividad cuando nos plazca. Es mentira. Nada más alejado de la realidad, que el mundo que consumimos y nos venden. Ese es el fín de los mensajes, vendernos. Aislarnos. Somos mejores consumidores aislados.
Así como a veces nos sentimos individuos auténticos, únicos,llaneros solitarios, lo transladamos al resto de nuestras vidas. Perdiendo la verdadera percepción de la realidad. Somos colectividad,antes que individuos. Ya hace tiempo nos olvidamos de ello.
No propongo llevar a cabo un cambio radical en nuestras vidas, que nos derive en ser altruístas. Sería hipócrita de mi perte. Pero si nos paramos en una esquina durante diez minutos, sin pensar en nosotros mismos, y miramos a nuestro alrededor, podremos ver que hay vida en este mundo, y que nuestra existencia no será trascendental, más que para nuestros allegados y nosotros mismos.
Tengo que terminar. Una cosa me lleva a la otra. No puedo parar, ni evitarlo. Es más fuerte que yo. Desde chiquito, siempre lo fue. Ahí está, por fín. Terminó el corte comercial. Continúa la transmisión. Ya puedo respirar.
sábado, 13 de febrero de 2010
Análisis de "Nadie encendía las lámparas", de Felisberto Hernández.
La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.
Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.
La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: "soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés".
Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada y cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: "siéntense, por favor" Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba -como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y dijo:
-Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.
Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:
-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.
Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:
-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.
Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: "Parece que te hubieran lambido las vacas." El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.
-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!
De buena gana yo le hubiera dicho: "¿Y usted?, ¿tan femenino?" Pero le pregunté:
-¿Cómo se llama?
-¿Quién?
-El señor... recalcitrante.
-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: "'¡Y qué le vamos a hacer!"
Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al "femenino" sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco. Y enseguida dijo:
-No estoy de acuerdo con ustedes.
-¿Por qué?
-...y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.
-¿Cómo?
-Se repite a largos pasos.
Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
-Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.
Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
-Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.
La sobrina de las viudas no se pudo contener.
-¡Jesús, pareces Blancanieves!
Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:
-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?
-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
-Y usted, ¿no lo podría hacer?
-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.
Vino una de las tías -la que no tenía los ojos ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le dijo:
-Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.
Volví a pensar en la gallina y le contesté:
-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor -era demasiado dulce y me daba náuseas-, ella me preguntó:
-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?
Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.
-No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.
-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?
-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.
Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a la inocencia.
Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.
Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:
-Tengo que hacerle un encargo.
Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.
FIN
Lo siniestro y lo fantástico en la literatura de Felisberto Hernández
Varios autores han definido lo fantástico por su relación con la realidad; pero es Rosemary Jackson, quien, reformulando la teoría sobre “el fantasy” de Todorov, logra concluir que éste se caracteriza por inquietar al lector, a través de la inserción de la vacilación absoluta, a través de elementos extraños y complejos, en un contexto real y conocido para los protagonistas y para el lector, generando así la imposibilidad de definir una diferencia concreta entre lo real y lo imaginario.
Legitimando lo fantástico, Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, presenta en 1919 un escrito titulado “Lo siniestro”, donde asocia este concepto, con el expuesto por Jackson y Todorov, afirmando que lo unheimlich (o lo siniestro) se presenta en el desasosiego y la incapacidad de definir los sucesos transcurridos como reales, tanto para los personajes como para el lector de la literatura fantástica. Por lo cual, logra asemejarse a lo fantástico en cuando a las sensaciones que brindan ambos en el lector. De todos modos, Freud añade una cuota de análisis psicológico a la definición que realiza sobre esta característica literaria, definiendo lo siniestro como la reaparición de algo extraño, pero a la vez familiar y conocido, reprimido a nivel de la conciencia en el desarrollo de los individuos. Es decir, que relaciona lo siniestro con las angustias y miedos originarios de la infancia; como lo son, por ejemplo, las limitaciones sexuales (“castraciones”, según Freud).
Felisberto Hernandez, nacido en Montevideo el 20 de Octubre de 1902, fue considerado, luego de su muerte, como el creador de una de las variantes más originales de género fantástico latinoamericano. Su obra “Nadie encendía las lámparas” narra a través de distintas historias, una misma situación: “la irrupción de lo inadmisible dentro de la inmutable legalidad de lo cotidiano” (S. Saítta).
Para poder comprender la obra de F. Hernandez, resulta vital referirnos al autor Hugo J. Verani, quien describe sus relatos como textos “elaborados a partir de las modalidades de la escritura fantásticas, sin apelar a elementos estrictamente fantásticos”; concluyendo que para crear relatos extraños, que logren incomodar al lector, F. Hernandez recurre al desplazamiento imaginativo de deseos reprimidos por la propia conciencia del personaje.
El cuento “Nadie encendía las lámparas” (1947), es un claro ejemplo de la variante del género fantástico propuesta por la literatura felisbertiana, ya que el protagonista en ningún momento se encuentra desconcertado por los sucesos que transcurren, sino que describirá los sucesos que el mismo observa con total naturalidad. Este efecto de realidad irreal, genera una inquietante extrañeza en el lector, provocando una fuerte inserción de la vacilación; una características propia del modo fantástico.
El protagonista se sitúa en el recuerdo de una situación particular, se encuentra narrando un cuento al atardecer, ante un grupo de personas. Mientras que intenta concentrarse en continuar con su relato, lo que ya le resulta tedioso, su imaginación y mirada se concentran sobre una mujer de cabellera ondulada y abultada, y sobre una estatua, sobre la cual vuelan varias palomas. Es importante tener en cuenta el rol que cumple la presencia de la mujer en la literatura felisbertiana, ya que ésta representa el objeto del deseo, en forma extraña, incomprensible y misteriosa. Al mismo tiempo describe a dos viudas, dueñas de la casa en la que se encuentran, concentrándose en la cara de una de ellas, para describir su extrañeza con total naturalidad (presencia de lo siniestro): “Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo instante. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie”. Luego de concluir su relato, se le presentan distintos personajes: desde la mujer, que resulta ser la sobrina de las viudas, hasta un joven con el pelo húmedo, recién peinado, al cual por su estética lo cataloga de “femenino”. El protagonista recuerda a partir de esa imagen: “Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: <
La homosexualidad que identifica en el joven que se le presenta, es interpretada en un plano meramente estético, ya que en el momento en el que dialogan por primera vez, el protagonista piensa: “De buena gana yo le hubiese dicho: <<¿Y usted?, ¿tan femenino?>>”. Resulta notorio entonces, que al no haber interactuado previamente con el joven, el juicio de valor que ejerce el protagonista, es justificado únicamente por un prejuicio sexual incorporado. Él recuerda que en su propio pasado, alguna vez deseo peinarse así, es decir, ser así como lo es el joven actualmente. Pero vio su deseo (familiar y conocido) reprimido por su abuela, quien le objeta su propia voluntad infantil de ser homosexual. Este recuerdo angustia al protagonista, por recordarle inconscientemente su condición de ya-ser-otro; una característica fundamental de los relatos del autor, según el escrito “Felisberto Hernandez: Diez itinerarios interpretativos” de Guillermo García, y una de las principales causas de angustia infantil planteadas por Freud: la castración sexual. De todos modos, continuará rechazando la feminidad del personaje, y por lo tanto, su propia feminidad. Este escenario, significará para él la antesala a una crisis de ansiedad existencial, que encontrará su final guiado por la iluminación del escenario en el que transcurre el relato.
Para poder comprender el desenlace de la crisis existencial que sufre el personaje, respecto a su identidad, será indispensable analizar dos características primordiales propias del relato: el papel que cumple la iluminación, y la personificación del sujeto en una tercera persona.
Al comienzo de relato, la iluminación toma un rol muy importante para el desenlace del cuento. Pero para comprender esta función, es necesario explicar los valores que le otorgan los autores a la luz y la oscuridad. Según Freud en su desarrollo de lo siniestro, la oscuridad es una de las angustias principales de la infancia de todo individuo, ya que uno de los peores temores de los niños es a perder la visión. Ésta, a su vez, representa la falta de visión, la obscuridad de la realidad, y por ende, la indeterminación del individuo como se conoce, ya que “no se puede ver a sí mismo”. El cuento se presenta en un atardecer, cuando la luz es cálida y tenue, pero inestable, ya que su desaparición se vuelve inminente.
Por otro lado, desde un comienzo –y según la condición de Claroscuro de la identidad, de los “Diez itinerarios interpretativos” de G. García- el protagonista se identifica con el rostro de la viuda; aquel rostro que “seguiría recordando algún tiempo del pasado” y cuyos ojos “parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie”. Esa identificación del personaje sustrae su contorno crítico y vulnerable (su sexualidad), peligrando la totalidad y unidad, de la identidad del personaje. Es importante observar, como el mismo protagonista, ve con total naturalidad los sucesos extraños que interpreta a lo largo de su narración, ya que esta inserción de elementos topográficos, como la representación de la visión propia desde ojos ajenos, implican la inserción de elementos irreales y fantásticos, que por la naturalidad con la que son aceptados, se transforman en siniestros.
A su vez, resulta importante para el análisis de la literatura felisbertiana comprender el valor de los recuerdos, ya que la obsesión por éstos, cumple la función de búsqueda de la identidad propia, y consecuentemente, el cuestionamiento de la permanencia de su identidad actual. El recuerdo transforma al protagonista, según G. García, en sabedor de su angustiante condición de ya-ser-otro, haciéndolo sentir desterrado de su propia infancia.
Una vez comprendidos los roles que cumplen cada elemento del cuento, podemos observar cómo, en un principio, el personaje se identifica con la viuda, en una habitación iluminada, cuando aún considera su yo, monótono, aunque incuestionable. En este caso, la luz representa la débil, pero constante estabilidad de su identidad condicionada. Al encontrase con el personaje “femenino”, ve su yo comprometido y amenazado, por su condición natural reprimida y su voluntad oculta de ser-otro. Pero luego, en el preciso momento en el que le piden al protagonista que comience a tocar el piano (la vocación frustrada de F. Hernandez), la oscuridad invade el relato, al apagarse la tenue luz del sol, y la viuda de los ojos de vidrio ahumado, con la cual el mismo narrador se identificaba, se quiebra en llanto. Llegando así, a una invasión de la angustia en el personaje, como producto del constante cuestionamiento de la permanencia de su identidad actual.
“Nadie encendía las lámparas” significa entonces, la oscuridad total en el relato, invadiendo al protagonista de una ansiedad existencial, por la indeterminación de su propia identidad, luego de un cuestionamiento individual forjado por el resurgimiento de su yo primordial. Esta inserción de las problemáticas sexuales o existenciales son aplicadas en la literatura felisbertiana en forma indirecta, caracterizado por un uso de la lingüística fantasiosa y subjetiva, que logra realizar transformaciones de los personajes en objetos, los cuales en formas metafóricas y poéticas representan las temáticas planteadas “entre líneas”. El constante viaje hacia el pasado, a través de los recuerdos, genera en los cuentos de F. Hernandez un cuestionamiento de los personajes en relación a su propia identidad, encontrándose frecuentemente, en las descripciones propias del relato. De esta forma, podemos concluir que los relatos de Felisberto Hernandez disponen de abundantes elementos de análisis, tanto fantásticos, como psicoanalíticos, y seguramente, ante un nuevo análisis más abarcativo, podremos encontrar muchas interpretaciones más.
Bibliografía
• Guillermo García (2002) Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense Madrid. http://www.ucm.es/info/especulo/numero22.felisber.html
• Hugo J. Verani. “Felisberto Hernández: La inquietante extrañeza de lo cotidiano.” México DF. Cuadernos Americanos nº3 (14) 1989 pp 56-76
• Saítta, Silvia, “Acordes de la memoria”, para
• Sigmund Freud en Obras Completas, en Freud Total 1.0 (versión electrónica).
• Felisberto Hernández. “Nadie encendía las lámparas”. Nadie encendía las lámparas. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1947.